La historia de Charlie Hiil, un fugitivo del FBI en La Habana
- Text by Carlos Álvarez Rodríguez
- Photography by Carlos Álvarez Rodríguez
Es la noche del 8 de noviembre de 1971, Albuquerque, Nuevo México, y el teniente Robert Rosenbloom va a morir. Tiene 28 años y es veterano de la US. Army. Sobre las once, el Ford Galaxie del 62, procedente de Oakland, pasa de largo por la Interestatal 40, varias millas al oeste, y Rosenbloom decide detenerlo. En el Ford, cargado con tres rifles militares, una escopeta calibre 12, literatura política, dinamita y granadas, viajan tres miembros de la República Nueva África (RNA): Masheo Sundiata, Antar Ra y Fela Olatunji.
La RNA es una organización política que básicamente pretende fundar una nación afroamericana en cinco estados del sur estadounidense: Louisiana, Mississippi, Alabama, Georgia y Carolina del Sur. Rosenbloom probablemente pretenda algo menos ambicioso: asegurarse una detención exitosa.
Alrededor todo es desierto: algún que otro arbusto, alguna que otra sombra. Los tres hombres, que vienen huyendo de las autoridades, bajan del auto. Rosenbloom les pide que abran el maletero y Olatunji le dice que el maletero solo se abre en la estación. Rosenbloom les dice que lo sigan. Pero, evidente, nadie lo va a seguir. Alguien desenfunda un revolver calibre 45. Alguien jala el gatillo y la bala, letal, atraviesa la garganta del teniente. Olatunji se acerca, observa el elegante sombrero de Patrolman en el suelo, cómo crece el charco viscoso de sangre, y comprueba que no haya pulso. No lo hay.
Rosenbloom tiene dos hijos. Tammy, de tres años, y Robert, de dos recién cumplidos.
**
Ahora tendrán unos cuarenta y tantos.
Sí, yo estaba pensando el otro día en el varón. Pero si él no vino con veinte o con treinta, y se vistió de ranger y me mató, difícil que lo haga ahora.
Cuando Charles Hill conversa, lo hace con acento extraño. Confunde el género de los sustantivos y los adjetivos y tuerce las palabras, las marea, como si su lengua fuera un tornillo de banco que le doblara los eslabones al castellano.
Quizás no lo haga él.
Quizás. Hace poco, después de que subieran el precio por la cabeza de Assata, leí algunas conversaciones entre cazadores de recompensas, valorando la posibilidad de buscarla.
–¿Cómo leyó eso
–No. No.
–¿Y usted tiene contacto con Assata?
–Ni quiero tenerlo.
–¿Puede decirme dónde leyó las conversaciones entre los cazarrecompensas?
–No, porque no puedo nombrar quién me las pasó.
–¿Ha sospechado de alguien específico?
–Sí, fue en el 93 o 94. Una persona me encontró en el Parque Central y me dejó el teléfono del Hotel Ambos Mundos. No sabía qué hacer. Primero pensé no ir, después me pareció que mejor me enteraba. Eran dos periodistas de Albuquerque que querían entrevistarme, pero entonces supe que no tenían visa de periodistas y fui a la Seguridad del Estado e informé. Por la tarde, antes de llegar a mi casa, ya los tipos estaban filmando los alrededores, y yo no les había dado la dirección.
–¿Y qué sucedió?
–Los obligaron a irse antes de tiempo. Entonces dije que quería permutar, que temía. Me dijeron que no tenía por qué temer. Yo aún hacía algo con el Estado, traducciones para una revista de pesca y para el Instituto del Libro. ¿Todavía existe el Instituto del Libro?
–Sí, todavía.
–Mira eso. Yo no he visto nada publicado por ellos, pero bueno.
–¿Se ha sentido solo, desprotegido?
–Oh, sí, claro que sí.
–¿Cómo es?
–¿Te has destapado alguna vez, mientras duermes?
–Sí.
–Bueno, eso, pero todo el tiempo. Siempre destapado. Siempre con frío.
Es un día de inicios del año 2014, en La Habana, y los gobiernos de Cuba y Estados Unidos todavía se piden la cabeza.
En su casa hay, apenas, un refrigerador pequeño, un fogón de queroseno, una cama rota y una cómoda con espejo empañado. En una esquina, detrás de la puerta, se amontonan monedas, un coco seco, un hacha de palo, el rostro tallado en madera de un Elegguá: símbolos de la religión yoruba. En la sala hay un sillón, y encima del sillón, meciéndose, está Charles.
Lleva mocasines negros, medias blancas caídas, y un pantalón de mezclilla convertido en short, con flequillos sueltos. Tiene gruesas, deformadas venas alrededor de sus pantorrillas y muslos. Tiene una profunda cicatriz negra en su brazo derecho. Tiene el pelo entrecano, la piel carmelita y lisa como la de algunos reptiles huidizos, y usa espejuelos bifocales, pero su torso, atlético, no parece haber envejecido.
Su hija cubana, de veintinueve años, lo visita con frecuencia. Su hijo Antar, de siete, vive a un par de cuadras. No hay nada que a este hombre le importe tanto como su hijo. De ahí en fuera, posee esa calma que otorga no pertenecer a ningún lugar. No tiene amigos, pero tuvo dos. Ralph Goodwin y Michael Finney. Goodwin murió ahogado, en 1973, en una de las playas al este de La Habana, y Finney luchó contra un cáncer de pulmón hasta 2004.
Hill se ha quedado solo. Ahora habla de un sueño que tuvo hace mucho tiempo. Un sueño que no se iba y que resultó ser una premonición.
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¿Recuerda haber sospechado de alguien más?
Miles de veces. Uno ve mucha gente. Han venido varios estadounidenses a conocerme. Estudiantes, profesores universitarios de California, Pastores por la Paz.
¿Usted piensa en todo esto?
Son pensamientos que surgen con bastante frecuencia, independientemente de uno. Están en el disco duro, y salen a cada rato para que uno no olvide el peligro. Esa cosa, esa sensación.
¿Cómo es la sensación?
Como si me estuviera fajando con mucha gente al mismo tiempo.
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Es 1956 o 1957, Olneys, condado de Richland, estado de Illinois, y Charles Hill tiene siete u ocho años. Un sueño lo atenaza. Un sueño que, todavía no lo sabe, con el tiempo se volverá una premonición. Su bisabuelo paterno fue un esclavo fugitivo que vivió en el monte con los indios cherokee. Su padre es un magnífico albañil. Su madre es ama de casa. Son quince hermanos. No falta la comida. Charles practica baloncesto y béisbol. Caza venados y faisán. Pesca. Su infancia es feliz. No sabe por qué tiene el sueño que tiene, pero lo tiene.
Luego, como tantas otras familias negras compulsadas por la revolución industrial de los cincuenta, los Hill emigran al norte, rumbo Michigan, Ohio, Nueva York. Después bajan al sur, hasta Albuquerque. Charles, ya adolescente, trabaja en Los Álamos, zona de experimentos científicos. Hacia 1967, evadiendo el Servicio Militar, se enrola en el Ejército. Estudia taquigrafía en Alemania. Actualiza informes y expedientes sobre la Guerra de los Seis Días. Pero en 1968, año subversivo, Charles es finalmente enviado a Viet Nam, como sargento de la gloriosa División Aerotransportada 101, las Screaming Eagles. Ya en el pelotón de reconocimiento, salva la vida gracias al sargento Fletcher, un hombre que Charles recuerda como una máquina de guerra, un autómata enfermo capaz de detectar las más finas trampas, o a un vietnamita de metro cincuenta camuflado entre las hojas de la selva.
Charles se mantiene poco tiempo en acción. Renuncia y lo degradan. Lo internan durante seis meses en un centro psiquiátrico y lo tratan, sin razón alguna, con Thorazine, una droga oral que desordena las acciones químicas en el cerebro y que se utiliza en casos de esquizofrenia o en pacientes maniaco-depresivos. Como consecuencia, padece recurrentes trastornos mentales, alucinaciones. Hace un pacto con el ejército. Firma su baja inmediata y renuncia a la indemnización. Dos semanas después, vuela a los Estados Unidos.
Sus padres se han divorciado. Charles no llega a los veinte años y ha perdido la memoria reciente. Una droga fortísima hace reacciones en su cabeza. Sufre mareos. A veces se desmaya.
Hábleme de su hijo Antar.
Es bueno, pero la madre a veces le pega. El golpe no me gusta, no educa. El otro día me mandaron a buscar porque le dio a una niña en la escuela.
¿Y qué le dijo?
A mí sí me respeta. Me puse fuerte y se puso a llorar. Pero es un cabrón, al rato me pidió dinero para un dulce.
¿Y se lo dio?
Claro, cómo no se lo voy a dar.
¿El miedo que usted siente es sobre todo por su hijo?
Es igual que en la guerra. Ya el miedo no cuenta. Es muy tarde para tener miedo. Yo lloro, pero por mi chamaco. Por mí no. Ni por mi hija, que ya es una mujer.
¿Duerme con un arma cerca
¿Qué? ¿Un machete?
Lo que sea.
Eso no tiene sentido. Si ellos vienen, tengo que coger el machete y arrancarme la cabeza yo mismo. Yo estuve en el ejército. No hay nada que pueda hacer para salvarme. Si me van a matar, que me maten, no les sería difícil. Solo pido una cosa.
¿Qué?
Que Antar no esté cuando aparezcan.
**
A las 11:10 P.M. de aquel 8 de noviembre, Dennis Arnold, un motorista proveniente de Greeley, Colorado, encuentra el cuerpo de Rosenbloom. A las 11 y 30, C. Hawkings, sargento de la Policía del Estado, inicia la búsqueda del Ford Galaxie. Media hora después, reconocen el auto y comienza una persecución trepidante, a más de 120 kilómetros por hora, pero en la intersección de Coors Boulevard y la calle Gun Club, el Ford Galaxie se evapora. Dieciocho infructuosos días dura la cacería humana más larga de Nuevo México. Carteles por todas partes, anuncios en la televisión, recompensas y un despliegue asfixiante de 250 federales tras el rastro de los fugitivos.
Estos, por su parte, se deshacen del auto y llegan a casa de la madre de Olatunji. Luego, en la misma calle, cambian para la casa de un amigo. En el Ford, por lo pronto, solo descubren huellas de Masheo y Antar. Un policía infiltrado les facilita información. Un contacto de la RNA les lleva agua, comida.
El 26 de noviembre, el FBI confirma también las huellas dactilares de Olatunji. Después de conversar con su informante, Olatunji cree que deben salir. Masheo y Antar se niegan. Olatunji les desea buena suerte. Él se va. Finalmente, Masheo y Antar deciden seguirlo. En efecto, horas después un comando policial rodea la casa, pero ya los prófugos han llegado al desierto, a un bote de basura próximo al aeropuerto.
Olatunji se cubre del sol y se tapa del frío con un sofá desvencijado. La noche del 27, va hasta una gasolinera cercana, telefonea y pide un camión de auxilio. Encañona al camionero, le dice que coopere, que no quiere matarlo, y el camionero le responde que no habrá necesidad.
Olatunji recoge a sus amigos y llegan a la pista del aeropuerto. Ya saben que a las 11 y 55 sale un Boeing 737 para Chicago. Se acercan despacio. Olatunji les dice a sus amigos que vayan primero mientras él los cubre, y que después ellos, ya desde la escalerilla, hagan lo mismo, es decir, que lo cubran a él. Sus amigos salen corriendo. El chequeador agita las manos, para pedirles el boleto. Olatunji está a punto de dispararle, porque cree que el chequeador le hace señas a alguien. No dispara, pero baja del camión y le apunta. El chequeador se arrodilla. Olatunji sube. Entra a la cabina del piloto y, desde la cabina, imparte órdenes. La policía se despliega en vano. Masheo y Antar se encargan de la tripulación y Olatunji desvía el vuelo a Tampa. Allí, exige que carguen el avión de combustible y luego permite que los rehenes bajen por una puerta de fondo.
El 28 de noviembre, casi al mediodía, el Boeing 737 aterriza en el Aeropuerto Rancho Boyeros de La Habana. No será hasta 1973 que Fidel Castro y Richard Nixon firmen un acuerdo de enjuiciamiento a los secuestradores que violen el espacio aéreo entre Cuba y Estados Unidos. Mientras tanto, durante la década del sesenta e inicios de los setenta, secuestrar un avión, viajar de un país a otro y refugiarse parece casi un trámite.
Antar es, en realidad, Ralph Goodwin, ex profesor de física en la Universidad de Berkeley. Masheo es Michael Finney, ex policía en la misma ciudad. Y Fela Olatunji tuvo un sueño que terminó siendo una premonición.
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¿Te arrepientes?
Yo no me arrepiento. Yo era un revolucionario. La muerte de Rosenbloom es lamentable, pero también hay otras muertes lamentables, muchos negros colgados, muchos negros linchados. Hay muchas muertes injustas por ahí.
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En agosto de 1969, Charles, paranoico y desequilibrado, busca a su tío materno en Oakland. Cuando su tío muere, Charles hereda, a partes iguales con su primo, un equipo de construcción y el mando de diez o veinte trabajadores. Venden el equipo y ambos se van a Alaska, un lugar donde pagan bien. Allí, de noche, junto a su primo, trabaja en una línea de petróleo. Allí, también de noche (en Alaska siempre es de noche), y también junto a su primo, lee a Malcolm X, a Franz Fanon, al Che Guevara.
Tras una larga temporada, ambos regresan a Oakland, y, en junio de 1971, Charles ingresa a las filas de la RNA. Adopta un seudónimo. Junto a Masheo y Antar, asalta tiendas, planifica robos, secuestra guardias. Prefiere las pistolas 9mm y las Browning recortadas. Así sobrevive, sin programa definido, hasta que en Jackson, Mississippi, la sede de la organización, un policía muere y un oficial y un agente del FBI resultan heridos. La célula de Oakland es desmantelada, y Charles huye rumbo a Louisiana, en un Ford Galaxie del 62.
**
Tuviste dos hijos antes de los veintidós.
Caroline, y un varón que nunca conocí. Mi mujer estaba embarazada cuando llegué a Cuba.
¿Qué ha sido de ellos?
El varón murió, lo balearon, no sé por qué. Con Caroline me comunico a veces.
¿Hablan del tema?
Solo una vez. Me preguntó por qué lo había hecho.
¿Y qué le dijo?
Por lo que fue. Por liberar a nuestra raza. Pero no creo que haya entendido. Yo la comprendo. No tiene por qué entender. No es Antar. Es mi hija solo porque nos corre la misma sangre. Somos como dos novios que nunca se vieron ni se verán, pero el noviazgo se mantiene.
En realidad, el último mensaje que recibió de su hija Caroline, informándole sobre la muerte de un pariente o algo así, data de 2011 o 2012. Charles es babalawo –especie de príncipe en la religión yoruba, hijo de Shangó y Oshún– y su única correspondencia regular es con los muertos. Probablemente se comunique más con Rosenbloom, o con Finney y Goodwin, que con Caroline.
A su llegada, sin embargo, Charles cree que Cuba es un trampolín para continuar la lucha en África. Pasa seis semanas recluido, bajo investigación, y luego lo ubican en una casa en el reparto Siboney, juntos a otros refugiados. Por La Habana pasan, en los setenta, verdaderos líderes afroamericanos de resonancia internacional: Huey Newton, Eldridge Cleaver, Ángela Davis.
Cuba era muy impresionante –dice–. Había gente de todas partes del mundo, especialmente de África. Jóvenes estudiando. Tú sentías el fuego, la inspiración de la Revolución. Los policías con las pistolas en la cintura, la cosa caliente, el vigor.
Otros detalles, sin embargo, también son sintomáticos, y Charles los menciona. En la Cuba de 1973, no venden cigarrillos por la libre, los alimentos están racionados. No hay bebidas en los puestos de venta. No puedes profesar ninguna religión. Si tienes familia en el exterior, te tildan de paria. Charles viste ropa deportiva y lo llaman maricón. Puede leer las revistas extranjeras que les envían por correo a él y a sus colegas, pero les prohíben enseñárselas a los cubanos.
Hay un momento, tanto para Cuba como para Charles, donde la revolución parece írseles de las manos. Hay un quiebre en la vida de Charles, ridículo y descabellado, tenebroso también, inexplicable, donde la secuencia de hechos se desconecta y enchufa en otra realidad: la realidad más o menos normal de un cubano.
Corta caña, siembra pangola y en 1975 comienza a estudiar Historia. En 1979, lo condenan por falsificar recibo de divisas. De cuatro años, cumple catorce meses. En 1986, lo encarcelan durante ocho meses por posesión de marihuana. En cierta ocasión lo dan por muerto. Llaman a la esposa del momento, para que identifique un cadáver, pero los pies no son los de su marido. Luego reaparece. Nadie sabe dónde ha estado. Luego comienza a traducir textos del inglés para particulares, sobre todo manuales de religión, y espoleado por la necesidad, troca el marxismo por los santos africanos.
Es aún, detrás de Joanne Chesimard (o Assata Shakur, legendaria líder de los Black Panther, cuya cabeza está valorada en dos millones de dólares) y William Morales (independentista puertorriqueño acusado de poner bombas en el Nueva York de los setenta), el tercer o cuarto nombre más importante en la lista de prófugos que el FBI sabe se refugian en Cuba.
La diferencia es que Assata –quien fuera condenada a cadena perpetua en 1973 por el presunto asesinato de un policía de New Jersey, escapara en 1979 de Hunterdon County, prisión de máxima seguridad, y obtuviera refugio en La Habana desde 1984– ha recibido incluso el apoyo público de Fidel Castro, mientras que Charles parece una carga molesta, rezago de una vieja época, alguien que no despierta demasiado interés, por lo que ahora, aún en 2014, teme que cierto día, ante la hipotética mejora de las relaciones entre ambos países, lo usen como moneda de cambio.
Aunque él, en respuesta a la adversidad, tiene consigo un gato negro. Huraño y desarrapado, pero gato negro al cabo. Se llama King.
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¿Cuándo ustedes deciden dispararle a Rosenbloom?
No fue una decisión. Era inevitable. No pudimos conversarlo. Ya él tenía su pistola en la mano. Quería vestirse de héroe, a lo John Wayne. Otro policía racista. No fue asesinado.
¿La viuda dice que usted es un cobarde, que fue un asesinato?
Es su derecho.
Estamos ya a inicios de 2015, y la realidad para Charles se ha puesto, de golpe, con las costuras para afuera. De una ironía que raya en la crueldad. El primer presidente negro de su país, Barack Obama, es justo el presidente que podría negociar su extradición y su condena.
A veces la depresión me agarra, y me tiro en la cama a dar vueltas o a leer un libro. Pero yo no puedo dejar que la depresión me domine.
En 1996, Bill Richardson, representante de Nuevo México, había viajado a La Habana para pedir su devolución. Pero 1996 fue el año en que las relaciones entre la administración Clinton y el gobierno de Fidel Castro alcanzaron su punto máximo de tensión.
Sin embargo ahora, en pleno reinicio de conversaciones entre ambos países, después de cincuenta y tres años de ruptura, el reclamo de extradición de Susana Martínez, gobernadora de Nuevo México, no parece descabellado, sino muy oportuno. La presencia de refugiados en Cuba es el argumento principal por el que la Casa Blanca mantiene (mantuvo hasta mediados de 2015) al país en la lista de patrocinadores del terrorismo.
Según anunció recientemente el Departamento de Estado, Washington y La Habana se sentarán finalmente a conversar sobre los casos de Assata y Morales. Nada indica, pues, que el próximo diálogo no verse sobre Charles.
No obstante, hoy –en plena mañana nublada y silenciosa– Charles ha bajado ya dos vasos repletos de ron, desentendiéndose por completo de lo que pasa más allá de su puerta. Locuaz y carismático como suele ser, accede a conversar sobre estos últimos meses, y el viraje impensado de su situación.
El 17 de diciembre, dice, se encontraba en Cárdenas, en casa de un supuesto sobrino. Allí escuchó el discurso de Obama por los canales de Miami. Cuando regresó a La Habana, alguien lo visitó y le dijo que no le iba a pasar nada, pero que por favor, se mantuviera tranquilo por un tiempo.
Que Charles se quede tranquilo por un tiempo quiere decir que no merodee por la Habana Vieja, que es lo que suele hacer para ganarse la vida. Busca turistas y hace de guía. Les enseña los sitios emblemáticos del casco histórico: el hotel de Hemingway, los restaurantes famosos, los parques arbolados, las estatuas de la República.
Luego dice que ha aguantado, pero que ya no puede aguantar más. Que hay que salir a lucharla (sic), porque con 250 pesos de retiro no se vive, y él tiene que comprarle los zapatos a su hijo y tomarse su ron.
–Que sea lo que sea. Si me topo con un senador en la calle, a él mismo le hago de guía.
Su acento es el de un refugiado, pero lo que dice no puede ser más cubano. Al preguntarle nuevamente por Assata Shakur, responde que esa es la reina del disfraz, que hace unos meses la vio en la calle, y que Assata le hizo una seña de complicidad.
–Si mi situación fuera como la de ella, si alguien me mandara 200 o 250 dólares todos los meses, yo también me pudiera dar la buena vida.
Pero Charles no se puede dar la buena vida. Tiene al gobierno más poderoso del mundo tras sus pasos. Y la pobreza del cubano por delante. Como precisa sobrevivir, no puede temer. Y como teme –porque algo teme–, no se apura tanto en sobrevivir. Se ha visto tantas veces en sitios tan dispares, a lo largo de sus 65 años, que sus miedos, que son pocos, pero no débiles, son menos fuertes que su desidia.
Al lado de su tablero de Ifá, hay un libro de Noam Chomsky, y otro titulado Agents of repression, sobre los secretos del FBI en la guerra contra los Panteras Negras. También hay ropa tendida, una lata que es un cenicero, y un cuaderno de Martí.
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Usted me dijo que la justicia tocaba a su puerta.
Que la justicia estaba detrás de mí.
¿Usted le debe algo a la justicia?
No.
¿Y entonces cómo explica eso?
Para eso tengo al gato, porque mi signo Ifá dice que para mantener a raya la justicia tengo que tocar la puerta tres veces, abrirla y cerrarla tres veces, soplar alcohol tres veces más, o tener un gato negro que la ahuyente.
Y ese sueño, esa premonición que no lo deja en paz, ¿cuál es?
Yo era un niño, y soñaba que me perseguían con una lanza. Que me estaban persiguiendo. Mucha gente. Yo me sentía solo. No tenía a mi papá, ni a mis hermanos, ni a nadie. Y la lanza tenía un hueco en el medio, y yo me quedaba así, esperando que me rescataran, pero nadie venía a rescatarme. Y yo era un niño, y soltaban la lanza, y la lanza venía hacia mí.
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